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  • Foto del escritorGloria Beatriz

Un día a la vez

La luz del amanecer me despierta y en medio del sopor del sueño creo que estoy en el paraíso, vuelo entre esas nubes anaranjadas y un cielo azul que se va desvaneciendo entre la montañas degradándose entre grises, azules hasta llegar al verde del café.

Me desprendo de los brazos de Morfeo para salir a la ventana y respirar el aire que sabe a rocío y néctar. Entonces, llega a mis oídos un canto entre el cafetal “Siento que te alejas más y más de mí...” Los recolectores han empezado su faena ¡El cafetal está danzando! El vaivén del palo de café que es sobado por las manos de mujeres y hombres, al compás del canto y el tintineo de los granos al caer al coco. Frutos rojos y amarillos que se van depositando para lograr el peso que dará el sustento diario.

Mi primer alimento es una taza de café, con un suave aroma y un sabor a vainilla, que me termina de despertar llenándome de energía para empezar el día. Es momento de recoger los huevos del gallinero, para un delicioso desayuno, con arepa y cuajada hecha en casa. Reviso el jardín y la huerta con mi hija Antonia, para luego empezar a escribir, hacer llamadas, citas por internet y grabar mi lectura de cuentos para los niños en esta cuarentena. Esta es mi vida ahora. Mis rutinas que hacía en la ciudad y en las que me movía de un lado a otro ha terminado por un tiempo…

Ahora vivo en una finca, ya no puedo ver a mis amigas y mis seres queridos. Los vecinos que tengo son una pareja de pájaros bichofué que tiene su nido en lo alto de una palma de corozo, un lugar perfecto para evitar los depredadores, porque a esos chuzos de esa palma no les entra nadie. También una familia de guatines, con cuatro cachorros. Estos roedores, pequeños con su piel lustrosa, tímidos y escurridizos tienen la arboleda como el parque de juegos. La frutas que más les gustan son los mangos y las guayabas. Yo disfruto viéndolos comer, se sientan y cogen el alimento con sus manos, por segundos se me parecen a una ardilla, pero no tienen su cola, luego se parece a un chigüiro, pero pigmeo.

En las tardes tenemos un lugar especial para ver el atardecer, allí nos sentamos con mis dos gatos, acompañados de una familia de buitres que se posa en un árbol seco junto a la casa, abriendo sus alas para despedir el día, mientras, que las aves revolotean por el lago dándose su último festín antes de dormir.

El Tatamá se viste de mil colores por el sol, que se oculta tras su imponencia, de nuevo el cielo se viste de rosados, anaranjados y morados para fundirse en las montañas que se pierden entre grises, azules y verdes. Otro día ha terminado, para entrarme en una noche estrellada que ahora puedo ver, porque no está el brillo de las luces de la ciudad para opacar la constelación de Orión. Me acuesto temprano, no hay cine, restaurante o concierto, solo el canto de los sapos y las ranas. Es tiempo de ver algo en la televisión (preferiblemente no noticias) para luego meterme en la cama con un buen libro y así termina un día más de estos tiempos de incertidumbre que han sido más llevaderos por mi nueva vida en el campo.


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